Inteligencia: la caída de un mito
La pasión por medir y la ilusión de la perfección son responsables de toneladas de libros, test y las más diversas teorías. En el ámbito familiar suele haber expectación de los padres sobre la inteligencia de sus hijos que alimentan o hieren su orgullo. En muchas escuelas aún hay docentes que piden aplicar a los niños evaluaciones de «cociente intelectual».
Existen en varias provincias de España asociaciones de «superdotados» con supuesto cociente alto que plantean aislarlos de los niños de cociente normal para que no se aburran y sacarles el máximo rendimiento. Aspirantes a ciertos puestos de trabajo, han de pasar la aplicación de los temibles test de inteligencia.
Esta concepción tiene dos orígenes. La arraigada creencia del imaginario colectivo de que hay un factor aislable y cuantificable de la inteligencia de los individuos como si de una analítica de glóbulos rojos se tratase. También la psicometría que es la subespecialidad de la psicología que se ocupa de las mediciones. Uno de los autores más representativos fue Charles Spearman en quien se basan test que ofrecen una única medida, un «factor general de inteligencia», o factor G en términos de la teoría bifactorial, que se determina comparando el rendimiento del sujeto con el obtenido por su grupo de referencia, en condiciones similares.
Sin embargo ya en 1983 esta concepción empezó a ser seriamente cuestionada por la teoría de inteligencias múltiples. Howard Gardner, psicólogo norteamericano de la universidad de Harvard, publicó en 1983 Las estructuras de la mente, un trabajo que consideraba el concepto de inteligencia como un potencial que cada ser humano posee en mayor o menor grado, planteando que ésta no podía ser medida por instrumentos normalizados en test de cociente intelectual y ofreció criterios, no para medirla, sino para observarla y desarrollarla.
Una definición bastante aceptada es que inteligencia (del latín intellegentia) es la capacidad de entender, asimilar, elaborar información y utilizarla para resolver problemas. Pero, ¿qué problemas?
La mirada hacia el mundo animal también está teñida de esa idea de lo medible y de lo superior e inferior. Se habla de animales más inteligentes. Por ejemplo, que un chimpancé es más inteligente que un pájaro y éste más que una lombriz. Pero resulta que el pájaro resuelve mejor el «problema» de desplazarse en el aire que el chimpancé y la lombriz es más inteligente que ambos para vivir bajo tierra y obtener nutrientes de ella.
Una de las mayores conquistas del conocimiento del mundo que nos rodea, la teoría de la evolución y la selección natural de Charles Darwin estableció que cada especie es «inteligente» para cierto medio y ciertas funciones. Un pez con branquias es muy hábil para respirar en el agua obteniendo oxígeno, pero incapaz de hacerlo en tierra.
El ser humano es menos «inteligente» para usar sus inútiles pulmones para el mismo fin. ¿Habría que concluir que un pez es más inteligente que un hombre?
Absolutamente no. Poblaciones que aún existen en las selvas de Brasil, sin contacto con la civilización y, por lo tanto analfabetas, sobreviven gracias a habilidades de una sutileza extrema para la caza con armas rudimentarias y un conocimiento de la naturaleza, de los vegetales de los que obtienen substancias para embeber dardos y flechas y un conocimiento profundo del comportamiento de las presas. Es casi seguro que un matemático contemporáneo no sobrevivirá en ese entorno. ¿Quién es más inteligente?
Y qué decir de un bebé de meses que no tiene ni lenguaje, pero, como escuché decir al pediatra Jaume Borrás, hace lo más inteligente que podría hacer: llorar para conseguir que sus padres le den todo lo que necesita y mamar el fluido más perfecto para su supervivencia. Es evidente que solo sustituir la idea de inteligencia por la de habilidades no saca del atolladero.
Pero también exige la renuncia a la ilusión de lo medible y lo perfecto, de lo superior y lo inferior. De paso, la consecuencia ético-filosófica en el respeto a la singularidad no está mal, ¿verdad?